De muerte herida, pero no muerta. Su sangre doblaba por la misma esquina que aquel borracho que, como un buitre, como cualquier necrófago, se alimentaba de aquello que los cadáveres dejan a su paso.
Sus gritos de auxilio se perdían entre los jadeos de los últimos alientos que te concede la vida. No vio su vida pasar. Ni las puertas del eterno descanso. Al desvanecerse, lo último que visualizó fueron las manos de su hija agarrando las suyas con determinación.
Cuando la luz blanquecina del hospital la despertó, allí mismo, rodeada de vendas y cables, juró que abandonaría aquella miserable existencia. Esas sanguijuelas que se hacían llamar hombres no merecían su compañía, por muchos billetes que dejaran en la mesilla. Su honra y la de su hija valían más que todos los pesos que se movían en las calles de East Harlem.
Como buena católica, confió a Cristo la redención de sus pecados y, tras su recuperación, salió con una energía tan renovada que sentía que levitaba, tal vez sostenida por los aires de la resurrección. La recibió un cielo de un azul tan impoluto que lo único que rasgaba ese mural era la estela de los aviones que arrastraban su pincel por el lienzo. Así deben de ver los peces a los barcos desde el fondo del mar, murmuró para sus adentros. La estampa era muy inusual dada la época otoñal. Todo auguraba un futuro prometedor.
Su máxima preocupación tenía nombre y apellidos: NYPD, por resumirlo en siglas. Lo que no sabía era que, a la policía neoyorquina, la muerte de Pedro, de sobrenombre “el Navaja”, le suponía más un alivio que un problema. Ese tumbao que tienen los guapos al caminar no había pasado desapercibido entre los bajos fondos de la ciudad que nunca duerme. Tan conocido entre los malos, como entre los buenos. Ladrón, estafador, extorsionador, traficante, proxeneta, you name it.
Nunca se trataron de identificar las huellas de la Smith & Wesson.38 Special, hallada en la escena del crimen, que puso punto final al largometraje de delincuencia de aquel personaje. Y, de haberse hecho, solo hubiese sido para felicitar al autor (o en este caso autora) de tan certero disparo.
Los meses pasaron, las hojas se fueron y el verano llegó. Después de una serie de infortunados trabajos, más dignos, pero peor remunerados, encontró su sitio. Su cara y número de teléfono aparecían en todos los edificios en venta del Lower East Side, anunciando a la flamante agente inmobiliaria de su nuevo barrio. Trabajo, estudio y, sobre todo, don de gentes, le habían llevado hasta donde estaba hoy. Pues, si naciste para martillo, del cielo te caen los clavos.
Esperando la próxima visita, tarareaba alegre la canción: “si te quieres divertir, con encanto y con primor, solo tienes que vivir un verano en Nueva York”.
El calor seguía apretando en aquella mañana estival. La sonrisa no parecía querer despegarse de su rostro exitoso, que cerraba venta tras venta. Hasta que llegó su último cliente, que se la borró con la suya, presidida por un colmillo de oro, idéntico al de aquel de cuyo nombre no se quería acordar. Su atuendo elegante lo culminaba un sombrero de ala ancha de medio lado, que le ofreció en señal de saludo, acompañado de una reverencia.
No quiso dejar que el mal fario se apoderase de su profesionalidad, pero, al cerrar la puerta, su barco zarpó.
Aún en los brazos de San Pedro (a pesar de lo tristemente irónico del nombre), todavía recuerda las palabras de ese valiente desdichado mientras blandía el puñal con el que le arrebataría su último latido: “quien a hierro mata, a hierro termina”.
Hay veces que la vida te da sorpresas, y otras que no.
Solo ganas de un libro de recopilación de historias!!